De Río Martín a Tetuán
En
la plaza de la iglesia de mi pueblo, Río Martín, se reunían cada tarde unos viejecillos que
celebraban sus nostalgias avivándolas con recuerdos de edades ya lejanas.
Casi
nunca faltaban a la cita y siempre estaban, al menos, dos o tres de ellos que
se ponían a hablar de sus peripecias y de los avatares de sus años mozos, ya
muy lejanos.
Una
de esas tardes, me senté sobre un banquillo de piedra que había en el jardín, de espaldas a donde ellos
se dejaban reposar con sus tertulias, pero muy cerca de ellos para poder oír lo
que hablaba cada uno en aquella apacible tarde con tanto ardor y
tanta pasión.
Empezaron
a hablar de las noticias del mediodía, de las iras de algunos gobernantes y de
las guerras que se declaraban en países lejanos, hablaron de fútbol y de muchas
cosas más hasta que uno de ellos les dijo, avivando nostálgicamente sus
recuerdos de cuando andaba por el Feddán, como veía el atardecer y el anochecer
sobre el Gorguez desde el Monte Dersa:
"Recuerdo
como la tarde otoñal empezaba a desplazarse hacia el descanso del ocaso desde
la cumbre espectral del Gorguez mientras los radiantes rayos del sol, en
desenfrenada lucha, se disputaban la
inmensidad del cielo con las primeras trenzas que del anochecer se dejaban
desplomar sobre el gris frondoso que corona las crestas de La Torreta y de Ain Buanán.
El
verdor de los pocos arbustos, que aún se resisten a las agresiones del
abandono, y de los diseminados pinares de la zona se vislumbraba vestido de
oscuras tonalidades que se confundían con sus sombras ya casi desaparecidas de
tanta extensión y propagación.
En
el Monte del Gorguez todo parecía resistirse al movimiento. Sólo el gris
punzante de la tarde se veía extenderse paulatinamente sobre la inmensidad y
trepar por las sendas intransitables de tan bellos parajes que, siendo rocosas,
han sido siempre un deleite para las niñas de los ojos más poéticos e
inspiración para melancólicos “tetuanómanos” que dejan su nostalgia y su rima perderse entre los
suspiros de sus gargantas.
Los
picos del Gorguez, llenos de curiosidad, se asomaban desde sus cumbres y
salvando las alturas para ver los gráciles e inmaduros movimientos del Mhannesh
que bailaba al son de la trágica melodía de su cruento pasado. Me dio la
impresión, por un instante, que se quería estirar sobre el fango del río y
dejar de afrontar las afrentas de los siglos y los cementos que le fueron
cambiando de vestimenta sin cuidar de sus bellezas naturales.
Algunas
golondrinas que sobrevolaban el Feddán se unieron y tomaron rumbo hacia las
cumbres del Gorguez en armoniosos vuelos que dibujaban una voladora y mágica
alfombra que se fue yendo y alejando con inusual gracia hasta perderse entre
las grises tonalidades que la huida del sol dejaba desplomarse sobre la timidez
del Gorguez.
Recuerdo
como me paré en la Cornisa
para contemplar la policromía más singular que Dios ha creado en estas
latitudes. vi. como las cumbres procuraban resistirse a perder los colores
tristes que las cubrían decorosamente. Ciertamente, ante tanta tristeza y tanta
amargura, me entraron deseos de formar parte de la desolación del Gorguez y
dejarme esparcir entre sus cenizas.
Las
luces de algunas de las casas empezaban a evadirse de sus filamentos alumbrando
sus cercanías, y algunos vehículos que subían o bajaban el culebrón de sus
carreteras iban, ya, con los faros encendidos para guiar sus andaduras
poéticas.
Mucha
gente, que había pasado el día o la tarde de recreo por tan bellos lugares, ya
se disponía a regresar a pié a su nicho de cada despertar para gozar del ocaso
y de la policromía de sus proyecciones de luz. Desde la Cornisa de Muley Abbas se
oían los cantos y las alegorías de esos viandantes llevadas por la envoltura
del mágico eco que allí siempre anida.
El
Gorguez, ponedero de ilusiones y testigo de gratos amores, descansaba sobre el
nido de sus días de gloria vividas con desmanes. Yacía en su atalaya rodeado de ojos mugrientos y de aljibes frondosos
que no dejaban de ofrecer a las ovejas y a las cabras sus cristalinas aguas que
les regala con su bondad soluble. Crecía el Gorguez desde sus raíces para
alcanzar las alturas más prohibidas y se inclinaba, cada atardecer- después de
anochecer- ante la magia de la trágica belleza de la novia más aromada de
Yebala, la Blanca Paloma
andalusí que le trae al Gorguez un
recuerdo de Granada y un jazmín que creció cerca del Darro y del destierro andalusí.
No
quise ser poeta ante tanto verso pétreo. Se quebró mi prosa al vuelo de las mariposas
que se escondían en La Cornisa
para asomarse, por la noche, y deleitarse con la corona del Gorguez cubierta de
luces chispeantes que sobrevolaban las distancias para anidar en los ojos
soñolientos de mi Tetuán nocturna".
Tras
un susurrar de los allí presentes uno de ellos empezó a recordar como amanecía
cada alborada, tras cada noche, en la perla de Tetuán cuando él se iba con sus
amigos de la juventud al Gorguez para pernoctar allí. Cargado de amargor y de
tristeza, el buen hombre, muy pensativo, comenzó a recordar y a contarles sus
visiones a sus compañeros diciendo:
"Cierta
noche, cuando se disponía a despedirse de su negrura y el día empezaba a asomar
su estatura desde la alborada que anunciaba su llegada. Mi mirada, fija en el
Monte Dersa que tenía enfrente, sobrevolaba los destellos que se fragmentaban
de la neblina que serpenteaba por encima del Mhannesh como telaraña de desvanes
en decadencia, y el frescor de la noche emprendía caminos desahuciados hacia la
infinidad de la mar que en Río Martín se perdía entre el dulce bailar de las
tiernas aguas y la chispeante mocedad de las estrellas, casi apagadas. Entre
suspiro y susurro mi silencio se desvanecía. Herida tenía el alma y, perdida en
la lava de mis entrañas, mi prosa alzaba su mutismo en recuerdo de tiempos que
nunca habrán de volver por las huertas del edén andalusí que enfrente yo
admiraba. Mi visión se ahondaba en algunas desperdigadas nubes que, sin mirar
hacia atrás, encaminaban los aires que hacia Granada las han de llevar, casi en silencio, procurando pasar
desapercibidas y no ser vistas. Ellas también tenían sus sueños desparramados:
ir al Darro y derramar su bondad crepuscular sobre la ternura del río que lleva
la gracia de la Alhambra como espuma
entre sus bailes de charanga y los lamentos de una Petenera nunca bailada. Yo seguía
allí, tras mi ventana de cristal y viendo el tiempo pasar sin poder remediar el
vuelo de las eras hacia recuerdos lejanos que nada tenían que ver con aquel
presente que ahogaba toda Tetuán en la hoguera del olvido y en la ceguera del
recuerdo. Sabía que Tetuán, la novia enviudada antes de ser esposada, iba a
despertar de su letargo nocturno para embarcar en la frente de sus sudores en
un nuevo día que no la iba a dar absolutamente nada nuevo para sus huecas
alforjas. Sabía que Tetuán volvería a emerger de su noche trágica para fundirse
en las llamas de su día… y llegó el nuevo despertar sin traerle nada a esa
novia aromada que desde el Gorguez se vislumbraba como la doncella más
engalanada entre las mozas más deseadas. Acurrucada y dispersa sobre el pinar
de su capa alada, Tetuán se puso a cantar mientras la lluvia empezaba a
llorar perlas ensangrentadas, por ella y
por sus penas más lejanas
El
sol ya tenía sus rayos casi presentes. Desde la mar chispeaban las luces más
tempranas y, empezaba a nacer el nuevo día, lleno de ilusión y esperanzas vanas
para la novia de Yebala, la perla mediterránea que se quebró de una rama de
Granada para caer en la tumba de los arrayanes y de la albahaca.
Junto
a la vieja muralla de la ciudad andalusí se vislumbraba, ya, el serpentín de
los gorriones que cubría, con sus sombras, la cal blanca de las viejas moradas
de los caballeros andalusíes que se recrearon reconstruyendo Tetuán inspirados
en sus Alpujarras y en sus sierras más cautivadoras. El Dersa, coronado por la Alcazaba , se engalanaba
de luz y de esperanza.
Los
andalusíes, en Tetuán crearon una nueva morada para exhalar su nostalgia y su
edén perdido entre jolgorios y algarabías desmesuradas. La adornaron con
aromáticas plantas y lúcidas esperanzas. En Tetuán dejaron verter su
inspiración y sus artes más natas. Los gallardos andalusíes creían que el cielo
les iba a dar lo que en su Andalus habían dejado por renuncias innecesarias y
construyeron, para la
Eternidad , un sueño que tenían enterrado en Granada y en su
vega profanada.
Tetuán,
ramillete de llantos y de duelos seculares que no le dan tregua al dolor y a la
pena, cuna de la desesperanza y de las largas esperas, descansa estirada sobre
el pecho ardiente del Dersa como ninfa desamparada. Vestida de blanco y
envuelta de mugrientos verdores que los pinos oxidados incrustan en su manto de
harapos.
Llantos
la envuelven en la madrugada. Espíritus, benignos y malos, merodean las sombras
que aún se vislumbran entre el salto que dan entre la oscuridad de la noche y
el claro, poco claro, del día que se aproxima sobre la grupa del calendario. Se
mueve mi Tetuán con los saltos gatunos revolviéndose bajo su arrugada sábana de
blanco tejido encalado con almidones de siglos atrás, y yo, tras el rocío del
cristal, me tengo que apresurar para despertar y gozar con el albor de ese
nuevo día que a Tetuán tampoco le va a traer nada que esté por desear.
Tetuán,
un día más, vuelve a sentirse aire sobre el quejido de la tierra llenando sus
aljibes de rumorosa poesía y de extensas rimas en su versátil poesía. La tierra
del amor, con sus nubes del norte, acaricia las alas blancas de la blanca
paloma que desde el Feddán llevará al
Albaicín, como cada mañana, arrayanes y agua de azahar".
Se
callaron todos los allí sentados cuando, de repente, se les unió otro compañero
de tertulias tras salvar una verja y les empezó a contar de su niñez y de
cuando, cierta vez y muy de mañana, se quiso acercar a Tetuán desde su casa de
Río Martín.
Acalorado
de emoción, contaba, casi gritando, su visión de aquella mañana lejana y casi
ausente de su memoria pero que coleaba aún en sus baúles del recuerdo:
"Desde
la orilla áurea de Río Martín la vi encorvada sobre las sombras de su pasado,
ella, la novia del agobio, descansaba de sus glorias pasadas en silencio
abismal. Estaba sola, estirada sobre la mugrienta desolación de un Dersa que
cada vez se denigraba más por las profanaciones impunes de los cafres que lo
circundaban y ultrajaban. Estaba acurrucada y desvanecida, daba la impresión de
que no se había despertado aún de la resaca de la era anterior; embriagada y
entristecida por los horrores del abandono y de la intemperie afectiva, se la
veía emulando su mocedad más lejana en las desperdigadas hojas de un desvirgado
almanaque secular que ya no tenía sentido.
Estaba
llena de ensangrentados recuerdos que la llevaban por la inhóspita vivencia de
su momento más crucial; perdida en sus recuerdos y desmotivada en sus quebrados
movimientos. Puede decirse que no estaba sintiendo lo que realmente la rodeaba
y que, sin darse cuenta, prefería despedirse de su existencia y perderse en la
nada que la entornaba.
En
un minúsculo trozo de espejo roto empezó a mirar sus bellezas desfasadas y los
rasgos de sus restos, mientras intentaba respirar el poco aire que aún le podía
llegar desde las lejanas montañas. Su mirada, cansada y empolvada, apenas podía
vislumbrar algo reconocible para su memoria castigada y casi atrofiada. Todo le
resultaba diferente y extraño a su antigua y vertical compostura… no podía
reconocerse de tanta decadencia y tanto desbarajuste. No se quería despertar
del símil de sus sueños para meterse entre las crueles rejas de su doliente
presente.
Río
Martín estaba aún envuelto de la fascinante manta que cada alborada lo envuelve
con el rocío de la mar salada. Parecía, desde Chumbera, una joya engalanada de
estelas y saetas que bailaban su sinfonía más singular y, llegando a Huerta
Bernal, volví a mirar desde la lejanía, la sábana blanca que tapaba a la novia
amargada de las miras de los que la querían profanar. Ella estaba casi dormida
y se resistía a su nuevo despertar, pero no podía remediar los arcos de luz que
desde la mar andalusí iban atravesando los cristales celestes que la protegían
de la negrura de la noche anterior.
Seguí
caminando sin mirar por donde pisaban las alpargatas que albergaban mis pies,
asfalto y tierra locuaz iba yo pisando acompañado del recital que cada amanecer
ofrecen los jilgueros y las aves migratorias que hallaban en nuestros árboles
morada pasajera en sus migraciones; pero no podía perder de vista a la novia
maltratada que dibujaba una cenefa blanca sobre los pinos verdes del Dersa.
Aquella
mañana tenía mi alma ganas de
regocijarse y emprendí el camino más soñoliento que los mundanos podíamos
cruzar en aquellas épocas de la nostalgia y del humanismo más omnipresente. La
alborada invitaba a disfrutar de sus
jardines y de sus pecados más lúcidos, y yo, con alma de niño y espíritu
travieso, cantaba mientras seguía picoteando pausadamente uno de los tres
racimos de uva moscatel que había arrancado de sus aposentos tras alargar mis
manos hacia la parra más cercana a la verja de caña para que me hiciesen
compañía en mi recreo matutino.
No
era vino el líquido que se desprendía de aquellas uvas, pero a mí me embriagaba
igual o más al sincronizarlo con la blancura del manto de la novia de yebala
que gemía frente al Gorguez.
De
repente se rompió el silencio en pedazos. La soledad del lugar me hizo sentir
algo de miedo esporádico que fue desapareciendo al ver el color rojo-pimentón
de la Valenciana
acercarse entre los arbustos que se avecinaban en mi caminar. El saludo del
conductor me tranquilizó un poco más y decidí volver a la playa pensando en recoger la red con los
pescadores y reírme un poco con Buyahaj mientras estemos tirando de las cuerdas
de las redes cargadas de peces y de corales.
Aligerando
el paso me encaminé de vuelta hacia Río Martín embebido de aire limpio y de
panoramas naturales muy peculiares. El
sol me daba de cara mientras dejaba las azoteas de los caserones bajo los
filamentos de sus rayos, y yo seguía cantando canciones de Joselito y de
Antonio Molina que, en aquel entonces, eran origen de inspiración para todo el
vecindario.
Atrás
quedaba la silueta recostada de Tetuán, la novia más ilustre de la desesperanza
y mi niñez siguió el jolgorio de la edad de un mediterráneo que nació cerca de
la placidez de la mar que baña a diario la costa martileña de nardos y de
burbujas almidonadas.
Muchas
veces, después de acercarme a la madurez, me pregunté si realmente valió la
pena caer preso de los quereres y de los encantos que destellan desde Tetuán…y
desde el Feddán”.
Cuando
se calló el viejecillo otro de sus compañeros exclamó que no sería justo en
aquella tertulia que no se hablase del Feddán, corazón singular de una ciudad
que fue perdiendo su verticalidad con el trueque de las hojas de un secular
calendario. Él había participado, según afirmaba, en la toma de Teruel y estuvo
en el cerco de Madrid antes de ser enrolado en la guardia del Caudillo; decía
también, que le habían dado una medalla que nunca pudo colgar en su solapa
porque se puso mugrienta con el clima de poniente que hay en Tetuán. Se le
oxidó, en definitiva.
Y
dijo el buen hombre, envuelto en su chilaba acanelada y algo gastada por el
pasar de los tiempos, aunque, todo había que verlo como era, estaba muy limpia:
"Sobre
las ocho palmeras del Feddán se extendía un policromo abanico de anaranjadas
sinfonías que anunciaban la llegada de un nuevo ocaso. Las golondrinas
sobrevolaban la inmensidad del espacio atravesando la plaza de norte a sur en
sincronizados vuelos que dibujaban angelicales versos llenos de alma y de paz.
En
los cafetines que circundaban el diámetro opaco de la antesala del cielo se
dispersaban las sillas carcomidas alrededor de unas mesas con cobertura de
mármol blanco tatuado de difusiones negras propias sólo de los mármoles de
Macael.
Entre
chilabas arraigadas y gorros de variopintos colores rojos y albinegros se
vislumbraban rostros cansados de tantos años de ires y venires por los avatares
de la existencia. Muchas arrugas y muchas oquedades en los bolsillos disecados
de tanta necesidad y aprietos. Gente muy mayor que hablaba de sus hazañas en
Teruel y en el cerco de Madrid, de Sevilla y de la toma del Alcázar de Toledo
con nombres de militares que ganaron una guerra en la que tomaron partido a cuenta
de no se sabía quién.
Atravesando
las andalusíes rejas de los cafetines, se escapaban notas de fastuosas
canciones que emitían los gramófonos con voces de Om Koltum y Abdel Wahab
desintegrando la sensibilidad de quienes se deleitaban con sus genialidades.
El
Feddán, lleno de orgullo, se levantaba sobre su pedestal para oír mejor a los
muecines de los santuarios, que protegían sus encantos de las manos de las
eras, llamar a la devoción de la oración de cada ocaso. Se pararon los
gramófonos haciendo parar las fichas de dominó y dejando descansar las hojas de
las desfasadas y gastadas barajas de cartón. Se podía ver como las abejas
dejaban de reposar sus vuelos sobre la menta ahogada en los vasos de té más
azucarados.
Algunos
gatos circundaban los lugares más recónditos procurando apartarse de los
muchachos traviesos por temor a patadas que los enviaban a vuelos tempranos que
muchas veces acababan con algún miembro de los felinos roto. Mientras, algún
can desvalido y sin amo que cuide de él, va descarriado buscando algún resto de
bocata que algún cafre pudiera haber tirado al suelo.
Las
luces de la calle, las que no tenían fundidas las lámparas, empezaban a
chispear poco a poco alrededor de la plaza y, algunas parejitas empezaban a
dejarse ver dando su paseo de cada atardecer para llenar los pechos de olor a
naranjo y romance. Mientras, otros empezaban a ocupar las sillas que aún
estaban libres y se preparaban para llenar la pipa de su sebsi con la hierba
blanda del kifi.
Las
palmeras del Monte, como cada tarde, empezaban a codearse intentando elevarse
más que las otras compañeras moviendo sus verdes melenas que desprendían rocío
en el rugir de sus bailes. Recuerdo que, incluso la alfombra mágica que cubría
el suelo del Feddán empezaba a dar la impresión de que se movía por efecto del
vientecillo que empezaba a soplar para refrescar la calidez del día.
Una
vez, nos decía una sabia mujer del lugar, incluso la luna se bajó de su balcón
de plata para peinar la alfombre y, luego, regarla con agua de azahar y
perfumes extraídos de Bagdad por una hada que halló en Tetuán la morada
perfecta para su bondad.
El
Feddán volvía a resurgir cada tarde igual que resurgía en el alba. Es más, nunca
se resquebrajaba. Era todo alegría y jolgorio. Alma y poesía engalanada con la
flor más perfumada y la musa más deseada. No tenía, el Feddán, sensualidades
que no fueran sublimes sensaciones de elegancia y de mágicas composturas.
Fue
nido de nuestra niñez y atalaya para nuestros sueños. Lo recorríamos o
andábamos con tanto cuidado para no estropear su alfombra, que sentíamos
nuestro cuerpo volando de alegría y de ilusión. Éramos niños felices
atravesando los coros de viejecitos que no tenían más futuro que sus recuerdos
de la guerra de Franco que ganaron pagando caramente la medalla de latón que
les pincharon en el pecho y las dos perras gordas que recibían por ser antiguos
combatientes del ejército español, el ganador y no el perdedor.
Así
son los recuerdos de mi niñez en la adorable plaza del Feddán. Edénica plaza
del pueblo donde siempre se sintió la fusión de lo espiritual con el alma de
cada ciudadano. Plaza que obligaba a la poesía a brotar de lo más recóndito del
alma para deleite de quién la podía necesitar. De aquel viejo Feddán solo
quedan las ocho palmeras que llevan, cada una de ellas, el nombre de una ciudad
andalusí y los recuerdos en la alforja de cada vividor y de cada ave que aún
sobrevuela el lugar".
Cansado
de oír tantas beldades en aquel sueño envuelto de despertares, me encaminé
hacia la casa de mi abuela, morada en la que nací, para descansar y recapacitar
sobre el pasado poético de aquella novia andalusí que, aún enlutada, se viste
de blanco cada madrugada para regalarles a sus vecinos su sonrisa perfumada de
nardos... y de olvidos.
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