Del Dersa a las Alpujarras.
Fue cierta noche, cuando Tetuán se
disponía a despedirse de su negrura y el día empezaba a asomar su estatura
desde la alborada que anunciaba su llegada.
Mi mirada, fija en el Monte Dersa
que tenía enfrente, sobrevolaba los destellos que se fragmentaban de la neblina
que serpenteaba por encima del Mhannesh como telaraña de desvanes en
decadencia, y el frescor de la noche emprendía caminos desahuciados hacia la
infinidad de la mar que en Río Martín se perdía entre el dulce bailar de las
tiernas aguas y la chispeante mocedad de las estrellas, casi apagadas.
Entre suspiro y susurro mi silencio
se desvanecía.
Herida tenía el alma y, perdida en
la lava de mis entrañas, mi prosa alzaba su mutismo en recuerdo de tiempos que
nunca habrían de volver por las huertas del edén andalusí que en frente yo
admiraba.
Mi visión se ahondaba en algunas
desperdigadas nubes que, sin mirar hacia atrás, encaminaban los aires que hacia
Granada las han de llevar, casi en silencio, procurando pasar desapercibidas y
no ser vistas.
Ellas también tenían sus sueños
desparramados: ir al Darro y derramar su bondad crepuscular sobre la ternura
del río que lleva la gracia de la Alhambra como espuma entre sus bailes de
charanga y los lamentos de una Petenera nunca bailada.
Yo seguía allí, tras mi ventana de
cristal y mirando el tiempo pasar sin poder remediar el vuelo de las eras hacia
recuerdos lejanos que nada tenían que ver con aquel presente que ahogaba toda
Tetuán en la hoguera del olvido y en la ceguera del recuerdo.
Sabía que Tetuán, la novia enviudada
antes de ser esposada, iba a despertar de su letargo nocturno para embarcar en
la frente de sus sudores en un nuevo día que no la iba a dar absolutamente nada
nuevo para sus huecas alforjas.
Sabía que Tetuán volvería a emerger
de su noche trágica para fundirse en las llamas de su día… y llegó el nuevo
despertar sin traerle nada a esa novia aromada que desde el Gorguez se
vislumbraba como la doncella más engalanada entre las mozas más deseadas.
Acurrucada y dispersa sobre el pinar de su
capa alada, Tetuán se puso a cantar mientras la lluvia empezaba a llorar perlas
ensangrentadas, por ella y por sus penas más lejanas.
El sol ya tenía sus rayos casi
presentes. Desde la mar chispeaban las luces más tempranas y, empezaba a nacer
el nuevo día, lleno de ilusión y esperanzas vanas para la novia de Yebala, la
perla mediterránea que se quebró de una rama de Granada para caer en la sacra
tumba de los arrayanes y de la albahaca.
Junto a la vieja muralla de la
ciudad andalusí se vislumbraba, ya, el serpentín de los gorriones que cubría,
con sus sombras, la cal blanca de las viejas moradas de los caballeros
andalusíes que se recrearon reconstruyendo Tetuán inspirados en sus Alpujarras
y en sus sierras más cautivadoras. El Dersa, coronado por la Alcazaba, se
engalanaba de luz y de esperanza.
Los andalusíes, en Tetuán crearon
una nueva morada para exhalar su nostalgia y su edén perdido entre jolgorios y
algarabías desmesuradas. La adornaron con aromáticas plantas y lúcidas
esperanzas.
En Tetuán dejaron verter su inspiración
y sus artes más natas. Los gallardos andalusíes creían que el cielo les iba a
dar lo que en su Ándalus habían dejado por renuncias innecesarias y
construyeron, para la eternidad, un sueño que tenían enterrado en Granada y en
su vega profanada.
Tetuán, ramillete de llantos y de
duelos seculares que no le dan tregua al dolor y a la pena, cuna de la
desesperanza y de las largas esperas, descansa estirada sobre el pecho ardiente
del Dersa como ninfa desamparada. Vestida de blanco y envuelta de mugrientos
verdores que los pinos oxidados incrustan en su manto de harapos.
Llantos la envuelven en la
madrugada. Espíritus, benignos y malos, merodean las sombras que aún se
vislumbran entre el salto que dan entre la oscuridad de la noche y el claro,
poco claro, del día que se aproxima sobre la grupa del calendario. Se mueve mi
Tetuán con los saltos gatunos revolviéndose bajo su arrugada sábana de blanco y
ensangrentado tejido encalado con almidones de siglos atrás, y yo, tras el
rocío del cristal, me tengo que apresurar para despertar y gozar con el albor
de ese nuevo día que a Tetuán tampoco le va a traer nada que esté por desear.
Tetuán, un día más, vuelve a
sentirse aire sobre el quejido de la tierra llenando sus aljibes de rumorosa
poesía y de extensas rimas en su versátil poesía.
La tierra del amor, con sus nubes
del norte, acaricia las alas blancas de la blanca paloma que desde el Feddán
llevará al Albaicín, como cada mañana, arrayanes y agua de azahar.
Del libro "Réquiem en Tetuán", de Ahmed Mgara. Tetuán, 2014.
Fotos de Ahmed Mgara.
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